¿Cuál es la sala o el espacio con la reverberación más larga conocida?
- Juanma de Casas

- 19 oct
- 2 Min. de lectura

Quien haya tocado en una iglesia sabe que la reverberación puede ser tan inspiradora como desesperante. Ese acorde que parece infinito puede elevar un canto gregoriano… o destrozar una batería. Pero hay un lugar en el mundo donde la reverb no se mide en segundos, sino en minutos.
En 2014, un equipo de investigadores británicos decidió probar la acústica de los depósitos de petróleo de Inchindown, en Escocia. El método fue tan sencillo como espectacular: disparar un fusil dentro de uno de los túneles y cronometrar cuánto tardaba en apagarse el eco. El resultado: 112 segundos de reverberación en frecuencias graves. Sí, casi dos minutos de cola sonora.
El espacio no fue diseñado para la música, sino para almacenar combustible de la Marina Real durante la Segunda Guerra Mundial. Hablamos de cavidades de 200 metros de largo, revestidas con muros de hormigón tan gruesos que ni el sonido ni la luz encuentran escapatoria. En términos acústicos, es como encerrar un trueno en una botella gigante.
Este hallazgo desbancó a las iglesias y catedrales, que hasta entonces ostentaban récords reverberantes mucho más modestos. La Catedral de San Pablo en Londres ofrece unos 11 segundos; la Basílica de San Pedro en el Vaticano, algo similar. Magníficos ecos para un coro, sí, pero casi anecdóticos frente a los 112 segundos escoceses.
Aquí surge una idea popular: “si tuviéramos un micrófono infinitamente sensible, ¿podríamos escuchar los sonidos que ocurrieron hace un mes en esa sala?”. La respuesta corta es no. El sonido es energía en movimiento que se disipa rápidamente en forma de calor microscópico; no queda flotando en el aire como un archivo que podamos rebobinar. Lo que sí tenemos son espacios como Inchindown, donde la reverberación prolonga tanto una onda que da la ilusión de que el pasado se resiste a desaparecer. Pero hablamos de segundos, no de semanas.
Lo más curioso es que este récord no tiene aplicaciones prácticas evidentes: nadie va a grabar allí una orquesta sinfónica (aunque la idea suene tentadora para un productor experimental). Sin embargo, se ha convertido en un ejemplo perfecto para estudiar cómo los espacios extremos afectan a la propagación del sonido.
Y para los más imaginativos, queda la anécdota cultural: si Bach hubiera conocido Inchindown, probablemente aún seguiríamos escuchando el acorde final de su Toccata y fuga en re menor.
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