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Buceando en el sonido

  • Foto del escritor: Juanma de Casas
    Juanma de Casas
  • 11 nov
  • 2 Min. de lectura
Buzo y oído bajo el agua

Sí, aunque suene raro: escuchamos en líquido. Dentro de ese intrincado laberinto que es el oído interno, el sonido se sumerge —literalmente— en una piscina microscópica. Es ahí, en la cóclea, donde la vibración deja de ser aire que se mueve y se convierte en un mensaje que el cerebro sabrá traducir como voz, música o ruido.


El viaje empieza en el aire, pasa por el tímpano, rebota en los tres huesecillos más pequeños del cuerpo humano (martillo, yunque y estribo, que suenan a trío cómico pero son pura ingeniería biológica) y acaba empujando una diminuta membrana llamada ventana oval. A partir de ahí, el sonido se zambulle, y pasamos del aire al agua.


Dentro de la cóclea, ese caracol enrollado con poco más de tres centímetros de largo, todo está lleno de perilinfa y endolinfa, dos fluidos con nombre de cóctel molecular y comportamiento exquisito. En ellos flota la membrana basilar una especie de alfombra sensible donde cada punto vibra solo con una frecuencia concreta: las agudas cerca de la entrada, las graves en el fondo. Es nuestro analizador espectral natural, un pequeño milagro mecánico que cualquier ingeniero de sonido envidiaría.


Y aquí viene lo interesante: el líquido no está ahí para amortiguar, sino para transmitir con precisión quirúrgica esas vibraciones. Sin ese medio líquido, el sistema colapsaría; las ondas no podrían propagarse ni generar el movimiento ondulante que estimula las células ciliadas. Esas células, al doblarse con el vaivén del fluido, transforman la energía mecánica en impulsos eléctricos. Dicho de otro modo: el sonido se disuelve en líquido y resurge convertido en electricidad.


Escuchar, en realidad, es bucear. Nuestro sentido del oído funciona como un sónar interno, en el que cada movimiento de fluido genera una cascada de información. Gracias a ese medio denso, estable y flexible, el sistema auditivo puede trabajar con un rango dinámico enorme: desde el zumbido casi inaudible de un mosquito hasta el rugido de un avión sin explotar en mil pedazos neuronales.


Y si lo piensas, la metáfora se estira más de lo que parece. También “flotamos” en sonido cuando usamos auriculares o nos perdemos en una mezcla envolvente: buscamos recrear esa sensación natural de inmersión que el cuerpo ya conoce desde dentro. El audio inmersivo, de algún modo, intenta devolvernos a ese océano interno donde el sonido no solo se oye, se siente.


Así que sí: escuchamos en líquido. Somos anfibios acústicos, criaturas diseñadas para traducir el movimiento del agua en la vibración de una idea sonora. Cada nota, cada palabra, cada ruido que te atraviesa ahora mismo no viaja en aire: termina su trayecto en un pequeño mar interior.


Juan Tarteso apoya este artículo

 
 

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