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El Golden Record: el idioma universal del sonido

  • Foto del escritor: Juanma de Casas
    Juanma de Casas
  • 11 nov
  • 3 Min. de lectura
Disco dorado Golden Record

En 1977, la humanidad decidió hacer algo tan insólito como hermoso: enviar un vinilo al espacio. No un mensaje de auxilio ni una advertencia intergaláctica, sino un disco dorado con la intención de presentarnos al universo. A bordo de las sondas Voyager 1 y 2, además de instrumentación científica, la NASA incluyó una cápsula sonora y visual que contenía todo lo que somos, o al menos una muestra digna de ello.


Ese objeto, conocido como el Golden Record, es literalmente un disco de cobre bañado en oro, grabado a 16⅔ revoluciones por minuto. En sus surcos palpita el pulso acústico de la Tierra: el rumor de las olas, el rugido de una tormenta, la risa de un niño, el beso de dos labios, el viento que se cuela entre los árboles. Todo registrado en formato analógico, con la esperanza de que sobreviva mil millones de años viajando por el vacío. Si alguien llegara a encontrarlo, bastaría con una aguja y algo de curiosidad para hacerlo sonar.


El manual de uso está grabado en la propia cubierta, un diagrama científico que indica cómo reproducirlo y desde dónde viene. Utiliza como referencia la frecuencia del átomo de hidrógeno, ese punto de partida universal que cualquiera que domine la física entendería. Porque, al fin y al cabo, la idea era hablar un idioma que no dependiera de palabras, sino de vibraciones. Un lenguaje tan antiguo como el propio universo.


El contenido fue cuidadosamente seleccionado por un equipo liderado por Carl Sagan y Ann Druyan, que actuaron como comisarios de lo que podríamos llamar la primera antología sonora planetaria. Durante noventa minutos, el disco despliega una mezcla de saludos en cincuenta y cinco idiomas, sonidos naturales y una selección musical que va desde Bach y Beethoven hasta Stravinski, pasando por el blues de Blind Willie Johnson o el rock de Chuck Berry con su inconfundible Johnny B. Goode. También hay cantos tradicionales de lugares tan distintos como Senegal, China o Perú, porque si algo tenía claro el equipo era que el planeta debía sonar diverso.


Pero quizá lo más humano del Golden Record no sea su repertorio, sino un detalle escondido entre sus pistas: Ann Druyan grabó su propia actividad cerebral y su ritmo cardíaco mientras pensaba en el amor. Esas ondas, convertidas en vibración, también viajan en el disco, como si la emoción misma tuviera derecho a su frecuencia. Ciencia y sentimiento mezclados en una señal electroacústica que hoy recorre el espacio a más de 60.000 kilómetros por hora.


Casi medio siglo después, Voyager 1 ha cruzado la frontera de la heliosfera y navega por el espacio interestelar. Es el objeto humano más lejano que existe, seguido de cerca por Voyager 2, ambas flotando en la oscuridad, cada una con su pequeño disco dorado preparado para sonar en cualquier rincón de la galaxia. Quizá nadie lo escuche jamás. O quizá, dentro de un millón de años, alguna civilización coloque una aguja sobre su superficie y descubra que en aquel planeta azul había seres que amaban, reían, respiraban y hacían música.


Más que un archivo sonoro, el Golden Record es un acto de diseño acústico a escala planetaria. Un retrato de la Tierra convertido en vibración, una declaración universal de que el sonido también puede contar quiénes somos. No envía palabras, sino patrones, frecuencias, armónicos. Y en ellos, quizá, esté nuestra forma más pura de comunicación: la vibración compartida.


Porque en el fondo, lo que el disco de oro lleva grabado no es un mensaje, sino una evidencia: que existimos, que vibramos, y que decidimos lanzar nuestro sonido al cosmos, esperando que, en algún punto del espacio, alguien —o algo— lo escuche y reconozca en esas ondas un eco de sí mismo.


Juan Tarteso apoya este artículo

 
 

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