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El lado oscuro del sonido: frecuencias que desorientan, alteran y manipulan

  • Foto del escritor: Juanma de Casas
    Juanma de Casas
  • 10 nov
  • 3 Min. de lectura
Persona con la boca silenciada

El sonido puede curar, emocionar y conectar… pero también puede atacar. No hace falta que estalle una bomba o que grite un amplificador al rojo vivo: a veces basta una frecuencia concreta, sostenida y en el contexto adecuado, para que el cuerpo —y la mente— empiecen a ceder. Bienvenidos al lado oscuro del sonido: el territorio donde la acústica se vuelve arma, y la percepción, campo de batalla.


El poder del sonido para alterar el cuerpo no es nuevo. Sabemos que las ondas de baja frecuencia pueden hacer vibrar objetos, y que, a intensidades suficientes, esa vibración se traduce en presión física. Pero lo inquietante llega cuando esa presión se mete dentro del cuerpo.En los años 60 y 70, varios laboratorios militares experimentaron con el infrasonido —frecuencias por debajo de los 20 Hz— como herramienta de control. A ciertos niveles, puede provocar mareos, ansiedad, desorientación o una sensación de “presencia” difícil de explicar. Se le llegó a llamar “la frecuencia del miedo”. No destruye, pero incomoda profundamente. Y en situaciones de estrés, eso basta para desarmar psicológicamente a cualquiera.


Otro frente oscuro son los llamados cañones acústicos o dispositivos de largo alcance (LRAD). No es ciencia ficción: se usan hoy para control de multitudes o disuasión en barcos frente a piratas. Básicamente, concentran sonido a más de 150 dB en un haz direccional, lo que permite proyectar voz o ruido a cientos de metros sin dispersión. El resultado es tan efectivo como desagradable: un dolor físico instantáneo en quien esté dentro del cono de ataque.


Pero no todo se queda en lo militar. El sonido también se ha usado para manipular el entorno civil. En algunas ciudades, se reproducen ultrasonidos para ahuyentar a jóvenes (cuyos oídos aún perciben frecuencias altas) de ciertas zonas. Y, aunque se disfraza de “herramienta de seguridad”, la idea de usar frecuencias inaudibles para influir en el comportamiento humano no deja de ser… perturbadora.


En el extremo más experimental, hay artistas y diseñadores que se han asomado a este abismo con fines creativos. Instalaciones que reproducen ondas subgraves que se sienten más que se oyen, o piezas sonoras que exploran la frontera entre placer y incomodidad. No es tortura: es arte que juega con la fisiología auditiva, con la vulnerabilidad del cuerpo frente al sonido.


Y, por supuesto, está el terreno de la fatiga acústica, ese enemigo invisible que conocemos bien los técnicos. No necesita altas presiones ni frecuencias exóticas: basta la exposición prolongada a niveles moderados para que el sistema auditivo se sature. El resultado es confusión, irritabilidad, dificultad para concentrarse y una percepción alterada del tiempo. El cansancio sonoro también es una forma de manipulación… aunque en este caso, involuntaria.


Lo fascinante de todo esto es que el sonido, siendo intangible, puede tener efectos tan físicos. Puede hacer vibrar órganos, alterar la respiración o generar emociones sin que medie una sola palabra. Es poder puro, en estado oscilante.


Y quizás por eso nos atrae tanto su lado oscuro: porque nos recuerda que, detrás de la música, la ingeniería y la belleza del audio, hay una fuerza que puede conmover o derrumbar, sanar o desquiciar.


En el fondo, todo depende de una perilla invisible: la intención.

El sonido, como la electricidad o el fuego, no es bueno ni malo.Solo espera a ver quién lo maneja… y a qué volumen.

Juan Tarteso apoya este artículo

 
 

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