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Resonancia: el poder invisible que puede romper una copa o derrumbar un puente

  • Foto del escritor: Juanma de Casas
    Juanma de Casas
  • 10 nov
  • 2 Min. de lectura
Hombre gritando y copa rota

Hay sonidos que no necesitan volumen para ser peligrosos. No hace falta un cañón acústico ni una explosión: basta con la frecuencia justa, esa nota exacta que encuentra el punto débil de la materia y la hace temblar hasta desintegrarse. Eso es la resonancia, el fenómeno más elegante —y traicionero— del mundo físico.


En términos simples, la resonancia ocurre cuando algo vibra a su frecuencia natural. Cada objeto, desde una cuerda de guitarra hasta un rascacielos, tiene la suya. Si una onda sonora coincide con ese valor, la energía se amplifica. Lo que antes era una vibración inocente se convierte en una oscilación creciente. Es como empujar un columpio en el momento exacto: cada impulso suma. Y si nadie lo detiene… el columpio acaba volando.


Uno de los ejemplos más célebres —y dramáticos— fue el puente de Tacoma Narrows en 1940. Un viento constante generó oscilaciones rítmicas que coincidieron con su frecuencia estructural. Resultado: el puente empezó a ondular como una cinta y terminó desmoronándose ante las cámaras. Sin un solo trueno, sin explosivos. Solo aire y ritmo.


Pero la resonancia también tiene su lado artístico y fascinante. Las copas que “se rompen con la voz” son el clásico número de virtuosismo acústico. Lo cierto es que sí es posible, aunque no tan fácil como lo pintan en los anuncios de altavoces. Se necesita una copa de cristal muy delgada, un tono sostenido en su frecuencia exacta (normalmente entre 500 y 1000 Hz) y un nivel de presión sonora cercano a los 120 dB. No es magia, es pura física cantada.


Los instrumentos musicales viven gracias a este principio. Una cuerda de guitarra por sí sola apenas suena; es la caja de resonancia la que amplifica su vibración. Lo mismo ocurre con un violín, un piano o incluso una habitación. Por eso los ingenieros de sonido saben bien que cada sala tiene su propio carácter, sus modos resonantes, esas frecuencias “rebeldes” que colorean o enturbian una mezcla. A veces se corrigen; otras, se aprovechan.


Y más allá del arte, la resonancia es una herramienta poderosa en ciencia e ingeniería. Se usa para identificar materiales, medir estructuras, detectar defectos microscópicos o incluso diagnosticar enfermedades. La resonancia magnética nuclear, por ejemplo, es una prima sofisticada de este fenómeno: en lugar de hacer vibrar copas, hace vibrar núcleos atómicos en un campo magnético. El principio es el mismo: estimular una frecuencia específica y escuchar lo que responde.


Pero cuidado: la resonancia también tiene su cara oscura. Puede hacer colapsar edificios si el viento, el tráfico o un terremoto coinciden con sus modos estructurales. Puede causar daños en maquinaria o incluso en el cuerpo humano si se expone a vibraciones persistentes en rangos peligrosos. Por eso los ingenieros estructurales y acústicos dedican tanto esfuerzo a “evitar que nada cante donde no debe”.


En el fondo, la resonancia es una lección de humildad para quienes trabajamos con sonido: nos recuerda que la frecuencia correcta, en el lugar equivocado, puede cambiarlo todo. Es el recordatorio de que el mundo vibra, y que, a veces, basta una nota para ponerlo en movimiento.


O para hacerlo caer.


Juan Tarteso apoya este artículo

 
 

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